domingo, 28 de enero de 2018

Jugar por nada, ganarlo todo

Federer hace del placer un motor psicológico que envidiamos todos, y sin caer en el pecado.


Foto: Australian Open.

Así somos. Nos movemos por el placer. La cuestión del “hacer algo” sólo por hacerlo en sí mismo, comprueba lo sanguíneos y sentimentales que somos.

Caemos, y con justa razón, en quizás la acción más sencilla y auténtica que acompaña al ser humano desde que el conocimiento irrumpe en la infancia: jugar. Simple.

El niño es curioso, pregunta, saca sus dudas, emana esa frescura que envidiamos los grandes. Se cae, se levanta, llora, ríe, a veces entiende nada, otras veces, todo. Pero sigue haciendo eso que le es espontaneo, jugar.

La simpleza es otro de los ya agotables adjetivos que se usan para tratar de encasillar a Roger Federer dentro del marco empírico de lo real. Se sigue cayendo en la imposibilidad de enjaular al monstruo dentro del universo de lo visible.
Sin exagerar, Roger es un niño. Juega por la misma acción de jugar. Juega por nada, y lo gana todo. Sigue hambriento, y come de las bandejas de plata que atesoran su canibalismo. Federer se ríe, llora, pero entiende todo.

Es un niño con casi 100 trofeos decorando los mármoles de su hogar, un infante que se sigue emocionando con cada partido que gana o título que levanta.

Es auténtico, espontaneo, impredecible, un señor. El Señor Tenis. Dejando de lado lo meramente deportivo, el humano que habita dentro del extraterrestre resalta más en estas mañanas de domingo. A punto de llegar a los 37 agostos, aún es el niño que golpea la pelota contra el frontón del club.

Inagotable, como el río que no tiene cauce y cuyo final no queremos encontrar. El agua sigue fluyendo hasta el molino. Que no pare de fluir. Hacerlo por placer, jugar por placer. Eso es el placer en si mismo.


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